Una joven y hermosa viuda fue al cementerio a visitar a su esposo, pero antes de irse hizo algo inesperado. Un día, alguien le preguntó por qué lo hacía.
Cada semana, esta mujer acudía a la tumba de su difunto marido. Arreglaba cuidadosamente las flores, pulía la lápida hasta que brillara y permanecía de pie en silencio, profundamente pensativa. En esos momentos, sentía que todo el mundo dejaba de existir para ella.
Un visitante anciano del cementerio, que solía ir a visitar a sus familiares, notó algo extraño: a pesar de su dedicación, la viuda siempre se marchaba caminando de cara a la tumba.
Al final, la curiosidad pudo más, y un día se acercó a ella mientras se dirigía hacia la salida.
—Disculpe que la moleste, señora —comenzó con respeto—. La he estado observando desde hace un tiempo. Su devoción a la memoria de su esposo es admirable… Pero hay algo que me intriga: ¿por qué siempre se va mirando hacia la tumba?
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La mujer esbozó una ligera sonrisa y lo miró a los ojos.
«¿Sabe? Mi marido siempre bromeaba que mis curvas eran tan buenas que podrían levantar hasta a un muerto…»
Hizo una pausa y añadió con una sonrisa pícara:
«Así que prefiero no arriesgarme a comprobarlo.»
El hombre se quedó inmóvil, comprendiendo el sentido, y luego soltó una carcajada sincera. La viuda le guiñó un ojo y se alejó tranquilamente, como siempre, sin mirar atrás.