😵Regresé a casa justo en el momento en que mi esposo y mi suegra intentaban vender mi apartamento — a mis espaldas, en secreto. Guardé silencio, apretando los dientes. Aún no sabían el castigo que les estaba preparando.
Subía lentamente las escaleras del viejo edificio cuando, al llegar a mi piso, vi un grupo de desconocidos frente a mi puerta. Una mujer de unos cuarenta años, con una chaqueta de cuero costosa, examinaba la cerradura, mientras un hombre con traje tomaba notas en una libreta. Junto a ellos estaban Alex y su madre, Margarita.
— Disculpen, ¿con qué derecho están mostrando mi apartamento a extraños? — solté antes de poder contenerme.
Se hizo un silencio incómodo. Alex se puso pálido y Margarita comenzó a acomodarse los lentes con nerviosismo.
— No es lo que piensas… — susurró él.
Los desconocidos se miraron entre sí y la mujer se disculpó:
— Parece que llegamos en mal momento. Llamaremos más tarde.
Se fueron apresuradamente, dejándonos a los tres en un silencio sepulcral.
— Helena, querida, por favor no te pongas nerviosa… — empezó Margarita.
— Expliquen qué está pasando. Ahora mismo, — dije, sin dejarla terminar.
Alex no dijo nada. Entonces ella continuó:
— Queríamos darte una sorpresa. El apartamento, claro, es acogedor, pero pequeño. Encontramos uno más amplio, en una zona nueva, con reforma moderna. Queríamos hacer un cambio…
— ¿Cambiar mi apartamento?! — el tono helado de mi voz decía más que cualquier grito.
Guardé silencio, apretando los dientes. Aún no sabían lo que les esperaba…
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La continuación en el primer comentario…
Crucé los brazos y los miré directamente a los ojos.
— Así que decidieron todo sin mí. ¿Pusieron mi vida en venta?
— Pensamos que te alegrarías… — murmuró Alex.
— No necesito más metros cuadrados. Necesito respeto, — dije en voz baja, pero firme.
Se hizo el silencio. Solo se oía un gato maullando tras la pared. Y de repente entendí que ese momento me había abierto los ojos.
— ¿Saben? Hasta les estoy agradecida. Gracias a ustedes comprendí lo que valgo. Y quién quiero realmente a mi lado.
Saqué la llave y abrí la puerta.
— Me quedo. Porque es mi decisión. Mi espacio. Y van a tener que aceptarlo.
Entré y cerré la puerta.
Más tarde esa noche me serví una copa de vino, saqué una vieja libreta de sueños que había dejado de lado por el “bien común”. Y por la mañana compré un billete — no hacia otro barrio, sino hacia una nueva vida.
Una en la que yo tomo todas las decisiones.











