Marina se había graduado recientemente de la universidad y era nueva en su papel como maestra de jardín de infantes. Su trabajo era desafiante, con niños traviesos y despedidas con lágrimas, excepto por Marinka, quien siempre era acompañada por su padre. La niña era tranquila, callada y rara vez interactuaba con otros niños.
Marina, ansiosa por conectarse con ella, intentaba jugar y hacerla reír, incluso sugiriendo que fueran amigas ya que compartían el mismo nombre.
A pesar de la regla profesional de no destacar a un niño, Marina no pudo evitar sentirse atraída por Marinka. El padre de la niña, un hombre joven, era atento y cariñoso, llevándola al jardín de infantes todas las mañanas y esperándola pacientemente por la tarde.
Marina descubrió de otra maestra que Marinka había perdido a su madre hace un año, y su padre hacía lo posible por manejar la situación, ya que la abuela no podía ayudar debido a su avanzada edad.
Esta revelación profundizó la empatía de Marina por Marinka. La abrazaba y jugaba con ella cuando nadie miraba, y se formó un fuerte vínculo entre ellas. Un día, el padre de Marinka llamó, disculpándose por llegar tarde debido a problemas en el trabajo y al cierre inminente de la guardería. Marina le aseguró que darían un paseo, tomarían helado y todo estaría bien.
Agradecido por la comprensión de Marina, el padre los alcanzó en el parque e invitó a Marina a un café. A partir de ese día, su conexión se hizo más fuerte y se volvieron inseparables. Ahora, tiene dos Marinkas en su vida: su amada hija y la comprensiva maestra que tuvo un impacto significativo en ambas vidas.