Una vez, mi hijo me la presentó, su futura esposa. Siendo graduado y profesor, me sorprendieron sus uñas sucias y sus manos ásperas. En ese momento, solo pensé para mí, «Qué alivio que mi difunta esposa no tenga que ver esto». Ella insistió en quedarse con nosotros hasta la boda, a pesar de mis objeciones.
Sacaba pasteles y mermeladas caseras de una bolsa rota, manchando mi mantel favorito. Con el tiempo, empezó a quedarse fuera hasta tarde por la noche. Una tarde, llorando, me dijo que estaba embarazada, pero expresó su deseo de divorciarse. Sin compasión, le dije que volviera de donde venía.
Han pasado ocho años desde ese día, mi salud ha empeorado, y como siempre indiferente al sufrimiento de los demás, me enviaron a una residencia de ancianos.
Luego, un día, me dijeron que tenía un visitante. Era Anna. Mi hijo le había hablado de mi condición. Ella quería que su hijo conociera a su abuelo, así que trajo a Ivan, quien era una copia exacta de su padre. Conocer a Ivan me hizo llorar. Hablamos durante horas.
Ella compartió sus dificultades, y yo compartí mis decepciones en, el hijo que una vez adoré.
«Anna, debo disculparme contigo», confesé. «Te juzgué injustamente. A una persona se le debe juzgar no por su educación, sino por su amabilidad y sinceridad.»
Entonces Anna hizo una propuesta que cambió mi vida. Me invitó a vivir con ella e Ivan. Sin dudarlo, acepté. Había perdido la confianza en él, pero esperaba brindarle a Ivan el amor y la orientación que no pude dar a mi propio hijo.